marzo 12, 2019

Mi nieto

—Me canso de decirle a mi nieto que la leña que me trae está húmeda, que se preocupe más de encontrarme troncos secos, cada día me cuesta más encender el fuego, tampoco ayudan mucho los fósforos, ya no son como los de antes.

La persona que está al otro lado del teléfono dice algo breve y Pedro se ríe levemente, queda un momento como suspendido en el vacío, pero reacciona enseguida.

—Sí. La verdad es que también me cuesta más que antes otras muchas cosas. A veces, cuando voy a levantarme de la cama y retiro el edredón, sin prisas, me embiste el recuerdo de cuando saltaba literalmente de la cama, simplemente para ir al baño, o  para bajar a la cocina y  preparar el desayuno antes de que se despertara Amparo. Bajaba las escaleras de tres en tres, incluso, si me remonto un poco más en mis recuerdos, las bajaba en dos saltos, uno por cada tramo de escaleras. Mi mujer, me solía decir: “Un día te vas a romper la crisma”.

—Sin embargo —continua, después de escuchar a su interlocutor—, ahora, procuro no bajar a la primera planta hasta que me he aseado debidamente, para no tener que volver a subir. Solamente entonces procedo a bajarlas. Lo hago una a una, no vaya a tener un percance. Claro que, pocas veces consigo evitar volver a subir las escaleras.

De nuevo calla y escucha la voz al otro lado del teléfono…

—Antes de desayunar —continúa enciendo el fuego, este que tanto esfuerzo me cuesta; después me preparo el desayuno. Frente a mi tazón de café con leche, y tras haber recogido el periódico que me dejan en la puerta de casa, me siento a desayunar tranquilo, con ánimo de leerlo. Entonces recuerdo que me he dejado la gafas en mi mesilla y que no lo podré leer si no subo de nuevo esos dos tramos de escaleras.… Y ahora…, con este gran invento que es el teléfono móvil, … también me suelo olvidar de cogerlo antes de bajarlas.

—…

—¡Pero bueno, no es lo mismo! —Pedro eleva el tono, como si algo le hubiera enfadado—, Esto es culpa mía nada más, o del tiempo que hace que nací.

No es lo mismo que las cerillas o la leña húmeda. De eso estoy seguro de que no soy culpable. Los culpables son las personas que ya no tienen conciencia y fabrican unas cerillas más caras y de peor calidad. O el que me procura la leña, que la vende húmeda porque pesa más y con la misma cantidad  saca mucho más dinero. Seguro que en lugar de ponerla a secar, la riega para que se humedezca. No sé si eso es culpa del propio Federico  o de quien se la vende a él. De cualquier manera, Federico no cumple con el mandato que yo le hago: “la quiero bien seca”, le recalco cada vez que hago el encargo. Pero nada, esta juventud es poco respetuosa. Seguro que busca la más barata, así le queda la diferencia para sus caprichos. Qué egoístas son estos jóvenes, solamente piensan en  ellos, son incapaces de hacer nada por nadie… si no obtienen a cambio una buena propina.  Y ni así, porque yo a Federico se la doy, y muy buena. Pero ni caso, él a lo suyo. Que le importa que este viejo sufra teniendo que encender la peor leña que existe…y … seguramente, la más barata.

Alguien le responde al otro lado del teléfono, él escucha moviendo la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Abre la boca varias veces intentando contestar, pero su interlocutor sigue hablando. Al fin calla, momento que aprovecha Pedro para continuar lo que, más que una conversación, parece un monólogo.

—Sí. Ya sé que mi hija quiere llevarme a su casa para poder cuidarme mejor. Desde que murió Amparo no hace otra cosa que recordarme que estoy solo en una casa con escaleras, y que si me pasa algo… quién me va a socorrer. Es una pesada. Pero yo no quiero abandonar este lugar tan lleno de recuerdos de nuestros días felices —Pedro frunce el ceño, se retira el teléfono de la oreja y lo mira como si fuera su enemigo. Con gesto lento, se lo vuelve a llevar al oído.

— Bueno amigo, te voy a dejar, aún no he desayunado, me has llamado justo cuando acababa de librar la lucha de  todos los días con el fuego. Un abrazo. (… ) Te llamo yo mañana.

Pedro guardó el móvil en el bolsillo del pantalón, palpó el bolsillo de la camisa y entonces se dio cuenta de que otra vez le faltaban la gafas.

—¡Otra vez las escaleras!

»¡Ay Amparo!, ¡que solo me dejaste! Y eso que me habías prometido que me permitirías ser el primero en irme

Al llegar al primer descansillo, levantó el pie como si hubiese otro peldaño. La pierna le falló, apoyó mal el pie y cayó de espaldas escaleras abajo.

 

Lo encontró su nieto Federico cuando fue a verlo para llevarle unas cerillas que tal vez fueran más efectivas que las que le llevaba habitualmente. Estaba en el suelo, junto a las escaleras, lamentándose de su suerte al no poderse incorporar.

Federico era un joven fuerte, cogió a Pedro en sus brazos como si fuera una pluma y lo llevó al salón, frente a la chimenea. Lo acomodó entre cojines, en el sillón orejero de su exclusivo uso. Arrimó la banqueta para que apoyara los pies y llamó al médico, apremiándolo para que acudiera a visitar a su abuelo lo más rápidamente posible.

El doctor, tras revisarlo con detenimiento, les aseguró que ninguno de los golpes sufridos parecía de  importancia, pero que no tenía más remedio que permanecer acostado o sentado, pero en ese caso con las piernas apoyadas en el escabel. Le entregó una receta con las prescripciones oportunas.

Federico se apresuró a recoger los fármacos. Al volver, masajeó las partes doloridas del cuerpo de su abuelo con la emulsión de la fórmula magistral recetada. Preparó un buen desayuno en una bandeja y le dejó en el platito del café con leche una de las pastillas que acababa de comprar

—Tómatela cuando te hayas comido una de las tostadas que te he preparado. Dime si están tostadas a tu gusto y si las quieres con más mantequilla o más mermelada. Mientras, llamaré a tu hija para decirle que hoy me quedaré a comer y a dormir contigo —Peterson hace un gesto con la mano, como si tratara de espantar una mosca, mientras toma una bocanada de aire con intensidad. Federico interpreta su actitud al instante—. No te preocupes abuelo, no le diré a mamá que te has caído para que no insista en llevarte a nuestra casa —Pedro suelta el aire en una expiración profunda y observa a su nieto, la mirada le baila inquieta y siente que algo le está haciendo cosquillas en lo más profundo de su dolorido cuerpo—.  Mañana veremos cómo evolucionas   —continúa su nieto—, vendrá de nuevo el doctor y sabremos si con esto es suficiente, o hay que hacerte alguna radiografía. Hoy es mejor que le hagas caso y no te muevas.

—¿Tú, … tú me vas a cuidar? —Preguntó con la voz quebrada y dudosa, Pedro.

—!Pues claro! ¿No te fías? —miró los ojos acuosos de su abuelo, vio el temblor de su barbilla —. ¡Ya! Crees que no lo haré bien, pero vas a ver que guisos te hago y cómo te cuido. Seguro que mañana ya te puedes mover sin demasiados problemas. Mientras, yo me encargo de todo, hasta de encender ese fuego con la madera húmeda de la que tanto te quejas. Descansa tranquilo, abuelo, verás que estás en buenas manos.

Al día siguiente, el doctor, tras pedirle que hiciera unos sencillos ejercicios en su presencia, le dijo que todo estaba bien. A Pedro se le escapó una lagrimita.

—¿Te duele algo?  —preguntó el galeno—. Me ha parecido que todo estaba bien.

—No me duele nada nuevo en este desgastado y torpe cuerpo —respondió, restregándose los ojos con un gran pañuelo blanco—. Me duele el alma y la conciencia. He tenido que caerme para aprender a valorar esta joya de nieto que Dios me ha dado.

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