“Subir al castillo” era mi excursión favorita.
No puedo recordar cuándo fue la primera vez que subí a la montaña para ver el castillo de los moros —más bien los escasos restos del castillo—, donde vivió Zahara, la princesa mora que se enamoró de un cristiano llamado Fortún.
Él cristiano y musulmana ella, la unión resultaba imposible. Los enfrentaba de forma irreconciliable sus correspondientes creencias religiosas.
Según una de las distintas versiones que se conocen de la historia de esta trágica pareja: Zahara se enamoró de Fortún cuando este estaba prisionero en el castillo de su padre, Alí Abou-Alhama. Su padre solo consentía en el matrimonio si él se convertía al islam, pero fue ella la que decidió bautizarse haciéndose cristiana. Para evitar la ira del Abou-Alhama, cuando se enterara, decidieron huir del castillo, pero fueron encontrados y castigados con la muerte.
Las distintas versiones que de ellos se cuenta, siempre acaban con la trágica muerte de los dos, unos mediante conjuros mágicos que hacen desaparecer a Zahara para culpar de su muerte a Fortún y poder castigarlo quitándole la vida. Otra versión afirma que al encontrarlos durante su huida, él fue colgado en las almenas del castillo y ella encerrada en un calabozo por siempre.
La historia se parece a la de los amantes de Teruel, o a la de los Capuleto y Montesco, pero no es igual, solo se parece, ya que ellos, cristianos, no fueron los que decidieron como solución a su imposibilidad amorosa quitarse la vida.
Creo que vivir durante la infancia y la pre-adolescencia, en un lugar como Cervera del Río Alhama no solo imprime carácter, también el sentimiento de proximidad y conexión con Andalucía, por esos antepasados que también vivieron en mi tierra.
No puedo recordar cuándo fue la primera vez que subí a ese monte para ver el castillo de los «moros» y sin embargo, no puedo olvidar el cosquilleo que me producía en el estómago descubrir uno de los habitáculos que, se decía, era la habitación de Zahara, la princesa mora.
Recuerdo que al acabar el invierno ya podía ascender hasta su cima. Cuando emprendía el camino al castillo —seguramente acompañada de otras chicas mayores—, me atormentaba la duda de si seguiría allí todo lo que recordaba haber visto el año anterior, en mi última excursión, o si “aquello” solo sería una ilusión y sufriría la decepcionante realidad —No sería la primera vez que me ocurría. Alguna vez, con el transcurrir del tiempo, entre lo que yo recordaba y la realidad del momento apenas había coincidencias.
Cuando llegaba a lo alto de la montaña respiraba tranquila, el castillo no era efecto de mi imaginación. Todo seguía igual.
Buscaba emocionada la habitación de la princesa mora. Solo tenía que recorre aquellas ruinas para encontrarla. Y sí, allí estaba, tal como la recordaba. En uno de sus ángulos había un banco de piedra —la misma piedra que los restos del castillo—, cuyo respaldo era la propia pared y en la otra parte del mismo ángulo, se veían los restos de una ventana. Yo me sentaba allí y ayudada por mi imaginación, admiraba lo que mis ojos me mostraban por aquel rectángulo imperfecto. En el acto lo asociaba con aquello que veía Zahara al sentarse donde yo me encontraba y empezaba a sentirme parte de aquella historia que tantas veces había oído contar.
Buscaba en el alféizar de aquella en otrora ventana, los huecos que había, y que eran los lugares donde Zahara había dejado siglos atrás su dedal de plata, sus agujas de oro… después de bordar sobre ricas telas hermosísimos arabescos, con sedas de tantos colores como era posible conseguir imitando el arco iris y tal como los había visto en ilustraciones del libro “Las mil y una noches”. Amén de películas de la misma naturaleza, o características.
Claro. Ya sé que no son “moros” los protagonistas de Las mil y una noche, pero, en aquellos tiempos, mi mundo se dividía, entre la vida real y la fantasía. Aquellos gravados que contenían todos los colores posibles, los brillos de la seda, los muebles con incrustaciones de piedras preciosas y semipreciosas, los cortinajes que se arrastraban por las alfombras llenas de cojines pertenecían al mundo de fantasía, donde existían los genios de la lámpara y las alfombras voladoras. El nexo podía ser el islam, pero por entonces y para mí, moro era lo opuesto a cristiano y punto.
En aquel espacio que yo reconstruía en cada visita, todo era posible: el banco de piedra estaba cubierto con infinidad de mullidos cojines dorados y purpúreos, de lo más alto de la ventana colgaban transparentes cortinas que aprovechaba el movimiento del viento para mostrar la hermosura de su tejido. Hasta cabía la posible aparición de un genio, que con su alfombra mágica me trasladase a ese país de leyenda. También era posible el descubrimiento de otro tesoro como el que un día encontró un pastorcillo junto a la talla de una Virgen ( la Virgen del Monte) y que, según la leyenda, Zahara había dejado con una nota entre sus joyas, en la que pedía que se construyese allí mismo una ermita.
Yo podía ser cualquiera de los personajes cercanos a la princesa. Me imaginaba ser la amiga a quien Zahara le contaba sus inquietudes y que más tarde hablaba con el padre para que le permitiese unirse a Fortún y evitar así la tragedia. Cómo no me iba a hacer caso el “moro” si se trataba de su única y queridísima hija. Y entonces todo se solucionaba y eran felices. Otras veces hablaba con los padres de Fortún para que acogiesen a Zahara en su familia y hablasen con el príncipe Ali Abou-Alhama. Siempre solucionaba los problemas de Fortún y Zahara.
Ahora que lo pienso, en mis juegos nunca fui la princesa, si que traté de ponerme algunas veces en su lugar para comprender que sentía viviendo allí y cómo era su vida tan lejos del centro de Cervera Del Río Alhama, pero nunca me sentí Zahara. Seguro que no me gustaba su final.