Zaragoza. Nuestra Señora del Pilar. Año 1894.
Los doctores estaban de acuerdo, la paciente M.a Rosa de la Serra, estaba cuerda; tanto como cualquiera de ellos.
Habían logrado curarla como demostraba su comportamiento de los últimos seis meses. Ya podía volver al mundo exterior.
M.a Rosa había conseguido la paz y una resignación muy profunda, a fuerza de darse contra un muro que no conseguía romper, mientras ella en el intento, quedaba hecha añicos.
Una mañana al despertar, repasó su historia. Lo vio todo claro. Le habían preparado una trampa, y ella había caído dentro. No se había resignado a tener una vida como la de su madre, o como la de las amigas de su madre. Ella no aceptó compartir su marido con cualquiera de las mujeres que pudieran pasar por la vida de Carlos. Por eso lo dejó. No era una cuestión de celos, ni siquiera había logrado enamorarse, aunque estaba convencida de que hubiera podido llegar a amarlo. Posiblemente habría acabado enamorándose, si no la hubiera engañado con aquella criolla…. Para ella, ésta era una cuestión de dignidad, una dignidad que no deseaba perder.
Pero sí quiso ser madre. A pesar de todo. Ese fue su primer fallo, su anhelo de ser madre.
¡Lo deseaba tanto! Tendría que haber seguido renunciando a todo lo que Carlos le ofrecía. Y, lejos de Calandra, junto a Bernardo, el hombre al que realmente había llegado a amar sin pretenderlo, sin que nadie la presionara, cumplir con su anhelo. Entonces sí podría haber sido madre.
Pero si se hubiera comportado así ¿cómo habría reaccionado Carlos?, teniendo en cuenta que ya estaba casada cuando se enamoró de Bernardo… y seguían casados por la Iglesia. Ella se habría convertido en una adultera a todos los efectos. Y, ¿qué hubiera sido de sus padres?
Aunque ¿por qué tenía que ser ella responsable de sus padres? ¿Acaso lo fueron ellos cuando la obligaron a casarse con un hombre al que no quería, o cuando dilapidaron su fortuna debido a lo cual había comenzado todo su infierno?
No obstante si lo pensaba bien…, no, todo no fue un infierno, hubo días hermosos, días felices. Hasta los hubo que creyó sentirse afortunada, por haber aceptado casarse con Carlos.
En esos momentos se estaba decidiendo su futuro más inmediato. Esperaba la decisión de los doctores, que se habían reunido para evaluar su comportamiento. El de los últimos seis meses.
Ignoraba lo que se iba a encontrar fuera de la protección de aquellas paredes, cuando un día decidieran que podía salir.
Existía un mundo que ella había conocido, y que en un momento determinado, precisamente cuando consideraba que había logrado encontrar la felicidad, empezó a serle hostil…
No, la felicidad completa solo la alcanzó cuando tuvo en sus brazos a su hijo.
Pero solo duró dos días. Tal vez antes de que Carlos volviese de América.
En su relación con Bernardo su felicidad fue más tranquila y prolongada. En realidad, ya había empezado a ser feliz en el trasatlántico que la llevaba a la que iba a ser su tierra de adopción… y sus primeros meses junto a su marido… fueron más de dos años de algo que si no era felicidad se le parecía muchísimo.
Unos golpes en la puerta la sacaron de las evocaciones en que estaba inmersa.
—Buenos días, señora doña M.a Rosa, los doctores ya han terminado de deliberar, me han pedido que la acompañe al despacho para que puedan comunicarle los resultados.
M.a Rosa se levantó de la sencilla butaca en la que estaba sentada junto al ventanal. Sin hacer ningún comentario, siguió a la monjita por los poco iluminados pasillos del recinto. Llegaron a una puerta que abrió la Sor, tras haber dado en ella unos golpecitos con los nudillos. Su acompañante la dejó pasar, y después volvió a cerrarla, para alejarse de nuevo por aquellos corredores.
Se sintió despojada de todo recubrimiento, ante aquellos cuatro pares de ojos que la miraban como si quisieran desnudarle el alma. Era una sensación de profundo desvalimiento. De ellos dependía su inminente salida al mundo exterior o que permaneciera otro año dentro. De ellos dependía que fuera catalogada de loca, o que la considerasen lúcida.
Ella sabía que estaba completamente cuerda, siempre lo había estado, pero ellos, todos ellos, opinaban que no era así, solo porque consideraban que la verdad era inaceptable, que aquel señor tan respetable, Carlos de la Serra, su esposo, no era capaz de realizar los actos que ella había presenciado. Claro que tampoco creían que ella fuera capaz de asfixiar a un bebé, ¡había que estar loca para hacerlo!, pero es que en aquellos momentos, ella lo estaba. Fue una locura transitoria, de sobra lo sabía, pero nadie la ayudó.
Ahora escucharía lo que habían decidido esos cuatro doctores, y esa sería la verdad para el resto del mundo. La verdad oficial. Qué más daba si se equivocaban en su juicio.
Escucharía sin inmutarse lo que tuvieran que decirle.
Ella ya no se revelaría, ¿para qué? Había aprendido que no existía más realidad que la que ellos reconocían. Los hechos los interpretaban como si fuera lo más sencillo del mundo. Y cuando hablaban, era como si lo hiciera el Oráculo de Delfos. Por eso, ya hacía tiempo que aceptaba
cualquier cosa que ellos desearan que creyera. Ya no luchaba por convencer a nadie de lo ocurrido. ¡De qué le serviría! ¿De qué le había servido?
Se sentó en la silla que le indicaron y escuchó el sonido de sus voces mientras le hacían unas cuantas preguntas. Absurdas, a su entender.
—¿Qué hará cuando salga de esta casa de salud? —pensó que parecía una broma que aquellos señores tan serios llamaran casa de salud a aquel manicomio.
—La verdad, no lo he pensado, pero supongo que volveré a casa y trataré de comenzar una nueva vida —su voz sonaba relajada.
—¿Recuerda por qué la trajeron aquí?
—Sí. Claro. ¿Cómo olvidarlo? —sonrió mirando con calma a los cuatro—. No había enfrentamiento en su forma de mirarlos. Era la prueba de un examen que podía aprobar con nota, aunque no haría falta llegar a tanto.
—Y ¿por qué fue?
—¡Debía estar loca! No sé por qué, creía haber visto a mi marido matar a nuestro hijo, y creí también, que yo había asfixiado con una almohada, a un bebé ajeno, que estaba ocupando la cuna de mí bebé. ¡Es de locos! —a ninguno de los cuatro que la observaban, se le ocurrió pensar que M.a Rosa estuviera ironizando, burlándose de ellos.
—Así es, debió volverse loca, pero creemos que usted ya está curada, podrá volver a su casa. ¿qué le parece la noticia?
—Me pilla de sorpresa, les estoy muy agradecida por haber conseguido curarme. Estos últimos meses me he encontrado muy bien con todos ustedes, puede que hasta los eche en falta.
—En estos momentos le comunicamos oficialmente que es usted libre para abandonar este establecimiento en cuanto lo desee y pueda. Aquí tiene los documentos que lo atestiguan. Informaremos a los suyos para que vengan a recogerla.
—Tengo que darles muchas gracias por todo. Pero perdonen mi sorpresa, ¿podría quedarme en mi habitación unos días más, sin recibir ningún trato de enferma. Necesito tomar conciencia de la nueva vida que voy a emprender —dijo, sin ninguna entonación que les hiciera dudar, de que el juicio que acababan de emitir había sido acertado.
—Puede, pero nosotros le recomendamos que se enfrente cuanto antes a su vida en el exterior. Hoy mismo se lo comunicaremos a sus padres por telegrama, ellos se pondrán en contacto con usted de la manera que consideren más conveniente, así le confirmarán cuándo pueden venir para acompañarla en su vuelta al hogar. Les recomendaremos que lo hagan lo antes posible, dado que su esposo está allende los mares y sería mucho más complicado esperar a que él se encargara de usted. De cualquier manera, nosotros les comunicaremos oficialmente su recuperación y alta a ambos, tal como nos exige la ley.
—Está bien, voy a empezar con mis preparativos. Repito las gracias a todos ustedes. Y mis mejores deseos.
Ya solo era un problema suyo si quería regresar con su marido a Puerto Rico, quedarse en su casa de Logroño, o volver a la de sus padres en Calandra. Lo importante era que dejaba el sanatorio para integrarse en la vida rutinaria exterior, en lo cotidiano de la existencia. Pensó que antes de salir de su encierro, debía dejar escrito todo lo que había estado recordando y que deseaba tener muy presente.
—Puede que un día lo necesite —intentó adivinar para qué, sin encontrar motivo—, pero no cejó en su idea, deseaba reflejar su vida y pensamientos desde que conoció a Carlos de la Serra, en un papel. Ahora que tenía tan claro todo lo ocurrido.
M.a Rosa salió de aquel lugar con paso firme y sereno. Había sido capaz de convencerlos, simplemente, aceptando que no había ocurrido nada, de lo que sabía que sí ocurrió.
Lo que no comprendía era cómo habían podido desaparecer dos bebés de repente y nadie había sido castigado. Pero eso lo descubriría cuando saliera de aquella “cárcel”. Solo que lo haría con más diplomacia, o con más hipocresía.
Pidió en administración ayuda para comunicarse con sus padres. Un telegrama era algo demasiado escueto. Le informaron de los horarios de la diligencia, pero solo llegaba a Logroño, Lo que necesariamente retrasaría la noticia.
—También existe otra posibilidad — le dijo una de las hermanas que se encargaba de la parte burocrática del establecimiento—. Tenemos una persona de nuestra total confianza que puede llevar su carta en la diligencia hasta Logroño y una vez allí alquilar un caballo y entregar la carta a sus padres en propia mano, claro que esto se podría realizar, solo en el caso de que usted estuviera dispuesta a pagar un extra para que su carta llegara en el día. El colaborador podría hacer el viaje de ida y vuelta, pero tendría que quedarse a dormir en Logroño y eso encarecería el encargo.
M.a Rosa hubiera querido comunicarles de palabra que ya estaba curada, que podían venir a buscarla, pero no había forma de hacerlo, podía utilizar el medio que le ofrecían, o esperar a que sus padres contestaran al telegrama que la institución iba a enviarles. Apenas lo meditó.
—Les agradezco que me den esa posibilidad, ahora mismo escribiré a mis padres.
—Tendrá que darse prisa si quiere que salga en la diligencia de la mañana. Sale en menos de una hora.
—Lo haré inmediatamente. Gracias.
M.a Rosa recibía de su marido una importante asignación que iba a su cuenta privada, además de un ingreso en la cuenta del Manicomio de Nuestra Señora del Pilar (Manicomio del Pilar), con el que pagaba su estancia en aquel centro.
El Manicomio del Pilar era de reciente construcción, debido a la desaparición del antiguo hospital privado, pretendía ser un manicomio modelo, y pertenecía a la Diputación provincial de Zaragoza. Pero desde 1888 solo se habían podido realizar dos pabellones del proyecto inicial, ahora en 1894 todo seguía igual.
Al hacerse cargo la Diputación provincial, aceptaba todo tipo de enfermos mentales —así eran considerados a pesar del nombre que le habían puesto al establecimiento—, con independencia de que pudieran pagarlo o no. Al manicomio la falta de ingresos le creaba auténticos problemas para el mantenimiento de sus instalaciones, así como para el abastecimiento de su despensa. Por este motivo, la espléndida cantidad que Carlos, el marido de M.a Rosa, les enviaba, suponía un poco de oxígeno para la institución, y a ella le permitía tener una habitación individual. Los dos pabellones de que disponía, uno para hombres y otro para mujeres contaban solo con habitaciones de múltiples camas, sin ninguna separación que les permitiera algo de intimidad. Eran atendidas principalmente por Hermanas de la Caridad y otras asociaciones mendicantes. Aun así resultaba ruinoso. Escaseaban tanto médicos como enfermeros.
—M.a Rosa se dirigió a paso rápido a su habitación privada e inmediatamente escribió a sus padres, aunque realmente era a su madre a la que daba instrucciones además de comunicarle su recuperada libertad.
Queridos padres: espero que al recibo de esta carta se encuentren bien. Se la escribo para comunicarles de mi puño y letra que ya estoy curada, pronto recibirán la confirmación de esta buena nueva de manera oficial.
Me lo acaban de comunicar. En estos momentos me acaban de dar el alta —No sentía alegría en su interior al comunicarlo, reconocía que tenía que enfrentarse a otra realidad que tal vez fuese igualmente dura—. Aún tengo que recoger mis cosas y despedirme de algunas personas que me han cuidado muy bien, también de algunas compañeras que están en revisión y tal vez salgan como yo.
“¿Por qué pongo estas excusas?”, se preguntó, “¿realmente me da miedo salir de esta casa de locos?” —Ella no tenía allí ninguna amiga.
No sé cuándo podrán venir a recogerme. Lo tendré todo preparado para cuando ustedes vengan.
Quiero pedirles que no hagan el viaje en diligencia. He oído en esta casa relatar cómo son esos viajes. La diligencia, suele ir llena, y el viaje resulta sumamente incómodo, y me niego a comenzar así mi libertad. Posiblemente la berlina de ustedes no esté en condiciones para hacer un viaje tan largo, pero supongo que en mi finca seguirá la que utilizamos Carlos y yo en nuestro viaje de novios. No creo que haya desaparecido. Dígale al servicio que la prepare para que podamos viajar más tranquilos los tres. Prefiero esperar aquí un día más y hacer el viaje en calma. Tómense el tiempo necesario, yo, aunque deseando abrazarlos estaré bien aquí
P.D. Como pasarán el día viajando y tendrán que dormir en Zaragoza, creo que será mejor que vengan a buscarme aquí, a la mañana siguiente. Prefiero ir a mi casa directamente sin tener que pasar por un hotel.
También habrá que contratar el servicio que sea necesario, ahora que ya vuelvo a casa. Madre, confío en que usted se ocupará de hacerlo.
Pueden enviarme la contestación con la misma persona que les envío esta carta. Es de la confianza de esta institución.
Les abraza su hija.
M.a Rosa
Se apresuró a cerrar el sobre, tomó dinero del monedero que estaba en un cajón de su cómoda, y salió camino de “Administración”. Allí entregó carta y dinero.
—Es excesivo, dijo la misma persona que le había sugerido el servicio personalizado, de entregar en mano la carta a sus padres. Ahora mismo saldrá para coger a tiempo la diligencia.
—Dígale que espere a la contestación de mis padres. Y si eso le ocasiona más gasto, se lo pagaré encantada por el servicio.
—Descuide, estoy segura que hará las cosas a su gusto. Es usted muy generosa.
De vuelta a su habitación, se dijo, que no iba a decirle a nadie lo que realmente pensaba: Sabía que no era producto de la imaginación de una loca todo lo que vivió y que nunca lo olvidaría por muchos años que pudiera vivir. No había estado loca. Sí, hubo un momento en que no fue capaz de razonar.
¿Se había vuelto loca? Solo cuando vio aquel bebé ocupando la cuna de su hijo, después de haber presenciado lo que su marido era capaz de hacer con el recién nacido. En ese momento sí que se volvió loca de dolor, fue a su cama, tomó una almohada, y no dudó un instante en usarla. ¡Bien que lo sentía! Pero fue un impulso irrefrenable que en ese momento le pareció tan de justicia, que fue capaz de dormir muy tranquila un tiempo, sin ningún cargo de conciencia.
Tardó en darse cuenta del significado y transcendencia de lo que había hecho. Aunque lo supo mucho antes de que la encerraran. Pero nada podía hacer ya por remediarlo, sobre todo, teniendo en cuenta que nadie la creía.
Sus padres la visitaban al principio y solo sabían preguntarle: ¿pero por qué lo has hecho, hija mía? Ella relataba los verdaderos motivos, lo que servía únicamente, para que todos lo interpretaran como un auténtico desvarío. Solo su viejo médico de cabecera la entendía y creía en ella. Aunque él no era capaz de comprender qué había ocurrido. Seguro que se alegraría al saber que ya había salido de esa cárcel para locos que llamaban manicomio. Ahí sí que estuvo a punto de enloquecer durante los primeros meses de encierro.
Y ¿qué había sido de Bernardo? Ni una visita, ni una carta. ¿Desaparecido como un cobarde? No lo podía creer. Sin embargo esa era la realidad, no sabía nada de su existencia. Ella no se había atrevido a preguntar por él, nadie conocía su relación, pero estaba segura de que el silencio de Bernardo había catapultado su desesperación a lo más alto, al no encontrar su apoyo. El único hombre en el que había creído, y, sin embargo, también la había abandonado en sus peores días.
Reconocía que había tardado demasiado tiempo en reaccionar, pero cuando consiguió serenarse un poco, comenzó a ver con mayor objetividad lo que pasaba. Llegó a la convicción de que solo había una forma de salir de allí: siendo sumisa a la hora de la medicación, intentando simular que tragaba todas las pastillas que le daban, y reconociendo, ante los demás, que todo había sido culpa de su imaginación. Un trauma posparto que se agravó por la muerte súbita de su bebé. Una muerte de la que nadie tuvo culpa.
Pero le costó tanto decir y hacer todo como si lo aceptara, que su estancia en aquel “sanatorio” se fue alargando.
Gracias a que al fin fue capaz de fingir. Y lo hizo tan bien, que todos quedaron satisfechos con el tratamiento que le habían aplicado; hasta puede que la utilizaran como un ejemplo anónimo de su buen hacer, de su gran sabiduría como médicos de un manicomio, —M.a Rosa lamentaba no poder soltar una sonora carcajada. Ya lo haría a solas, cuando volviera a su casa.