marzo 17, 2015

La Montaña Aurea. Capítulo II Egipto

En esta ocasión os quiero presentar a un malévolo personaje de mi libro. Una famosa catedrática de Egiptología. Aunque es pura ficción está inspirada en alguien que conocí en mi primer viaje a Egipto.

Se que no descubro nada si digo que Egipto es una maravilla. Volví una segunda vez y no me importaría repetir, por supuesto siempre incluyendo una navegación por el mítico Nilo y un baño a su paso por la antigua Nubia. Aguas cristalinas y arena del desierto nubio.

Capítulo II:  Egipto

Ante el espejo, Tamoú se observó satisfecha de la imagen que le devolvía el cristal azogado. Parecía la representación de su idolatrada Isis. Un precioso y etéreo vestido azul muy pálido, de gasa plisada desde los hombros caía a lo largo de su esbelta figura, hasta rozar el suelo. Una banda de color azul intenso, acentuaba la estrechez de su cintura, en su parte delantera, dejando libres los pliegues de la espalda.

En los parpados, el maquillaje utilizado tenía el mismo tono azul intenso. Sus ojos, profundamente negros, estaban remarcados por líneas igualmente negras, que se expandían mucho más allá del final de sus pestañas. Se había maquillado utilizando los productos naturales que a lo largo de siglos habían empleado reinas y princesas egipcias. Desde los tiempos más remotos habían potenciado la belleza de sus rostros con aquellos polvos que les permitían destacar su hermosura, brillando con luz propia en la capital del reino: Menfis primero, más tarde en Tebas, gracias a aquella paleta multicolor que resultaba tan atractiva.

Había seguido el ritual que ella, Tamoú, tan bien conocía. El efecto estaba a la vista. Una cinta con pequeñas piedras colgando alrededor de su cabeza, sujetaba su abundante mata de pelo azabache. Una gargantilla y unos brazaletes en oro y lapislázuli le servían de complemento. ¡Ya podía comenzar con los conjuros!

Inició sus invocaciones a Isis y a Set, quemó diversas hierbas, cuya exhalación unida al humo, efecto de la combustión, tenía la facultad de transportarla en el tiempo y en el espacio -así se sentía Tamoú-. Habló con su admirada Isis y rogó su intercesión a Set. Cuando estuvo segura de haber logrado sus peticiones, dio las gracias y permaneció unos minutos leyendo aquel antiquísimo libro. Después realizó unos extraños movimientos sobre una piedra verde.

Una sonrisa malévola y triunfal se dibujó en su rostro excesivamente maquillado, pero que no lograba disminuir el efecto aterrador de su satisfecho gesto. Aquella poderosa imagen hubiera provocado estupor, desconcierto, incluso miedo, en cualquier mortal.

La oferta era tentadora. Muy cara, pero tentadora. En estos momentos, un anticuario egipcio —aunque educado en Francia— le ofrecía una pieza egipcia encontrada y rescatada de una tumba hacía muchos años.

Al-Fasí le había asegurado que se trataba del busto de la atractiva esposa de Akhenatón, Nefertiti. Realmente era una belleza. La pieza era el busto de una hermosa mujer, ataviada con un exótico tocado, una especie de casco que alargaba oblicuamente su atractiva cabeza. En el centro del casco oscuro, un pequeño áspid dorado ondulante se volvía sobre sí mismo, dejando al aire una porción del centro de su cuerpo reptante. Un pectoral de vivos colores cubría desde el cuello todo su escote y parte de su busto, completando así sus vistosas galas.

El anticuario le mostró los certificados con los que constataba su antigüedad, aunque de forma aproximada, y la clase de materiales empleados en su creación. En un español que apenas tenía defectos de pronunciación, no tuvo ningún inconveniente en explicarle que llegó a sus manos gracias a los herederos del arqueólogo que la descubrió, «ignorantes, o tal vez demasiado amantes del dinero» —así había catalogado a quienes se habían desprendido de ella—. Patricia pensaba que la tentación tenía un precio muy alto, pero mirando aquella hermosa pieza antigua, estaba a punto de sucumbir.

—El tocado, sus adornos —explicaba Al-Fasí—, incluso la policromía del pectoral, son muy parecidos en colorido y forma al busto de Nefertiti que se exhibe en el museo de Berlín, aunque a diferencia de este, el de Berlín está realizado en piedra caliza pintada y es de tamaño natural. Un modelo que fue descubierto por Borchardt —aseguró el anticuario, dudando un momento antes de expresar el malestar interior que ese nombre le producía.

»Bueno, esa es la versión oficial —continuó—. Según algunos expertos, Borchardt desenterró la imagen y escribió en su diario: “No se puede describir, hay que verla”. Según otros, el descubrimiento se produjo diez años antes, pero esperó esos diez años para sacarla a la luz. Otros aseguran que la descubrió en el taller de un escultor llamado Tumés, en 1905, en Tell el- Amarna.

»De cualquier manera, y gracias a que Borchardt en su descripción oficial decía que se trataba de la estatua de una princesa realizada en yeso, a pesar de saber muy bien que era de piedra caliza y que se trataba de la soberana Nefertiti, fue llevada y exhibida en el museo de Berlín.

El tono empleado por el anticuario denotaba lo molesto que le resultaba el asunto. Patricia, comprendiendo realmente la situación, ya que no era la primera vez que escuchaba lamentaciones parecidas, reconoció ante él la razón que asistía a los egipcios para estar más que molestos al ver cómo habían sido esquilmadas algunas valiosas antigüedades egipcias, que hoy se encontraban repartidas por distintos museos del mundo con independencia de cómo las hubieran conseguido.

Sin embargo, el busto que ahora contemplaba había sido realizado en un durísimo material negro: diorita, según el anticuario y los documentos que la acompañaban. Estos certificaban tanto la antigüedad, de al menos cuatrocientos años antes de Cristo, como los materiales de que estaba compuesta.

Sobre este fondo negro, el pectoral y el tocado azul índigo, rematado y bordeado en oro, resaltaban de una manera muy distinta al busto de Berlín, la versión de Nefertiti más conocida. Incluso podría decirse que el pectoral estaba formado de manera independiente del busto, habiendo sido incorporado después de esculpida la pieza principal. Tal era la perfección de su factura.

Recordó lo que más había llamado su atención la primera vez que tuvo noción de la vida de esta hermosa reina, esposa del faraón Akhenatón que reinó entre 1353 y 1336 a. C. e instauró el culto monoteísta al dios Atón (Sol).

A Patricia le había impresionado la fortaleza de Nefertiti al defender los criterios religiosos de su esposo cuando este murió, a pesar del enorme desgaste que suponía un cambio tan radical, con el que ni sus hijos estaban de acuerdo, como quedó demostrado. Nefertiti, durante su viudedad, fue ferviente defensora de la reforma religiosa emprendida por Akhenatón. Pero cuando una de sus hijas, Anjesenamón, contrajo nupcias con su hermanastro Tutank-Amón, este volvió a restaurar la religión que su suegro y padre había eliminado.

La representación de Nefertiti la había podido admirar en Egipto, en el Museo de El Cairo. Hallado durante las excavaciones realizadas en Amarna

Más tarde admiró la expuesta en el Museo del Louvre, después de su transformación, con ocasión de sus repetidas visitas a París.

Pero fue en su encuentro con esta versión morena, que el anticuario le ofrecía, cuando algo la hizo retroceder en el tiempo y trasladarse mentalmente al Egipto de diez años atrás.

Había algo en el ambiente. El aire parecía perfumado de recuerdos. Las fragancias de la casa del anticuario traían a su mente escenas que creía olvidadas. En su interior, un cúmulo de sentimientos y sensaciones trataban de abrirse paso.

Respiró profundamente, deseando identificar ese cóctel de sensaciones.

Recordó aquella comida multitudinaria. La vio como si se tratase de una fotografía en color.

Ella estaba en un extremo de la larga mesa y su marido enfrente, y sentado en medio, como si se tratara de la presidencia, el egiptólogo que los acompañaba en sus excursiones. Estaba a punto de poner azúcar al café que acababan de servirle y Amman, el egiptólogo, le había dicho: «¡Cuidado! Hay una pompa en tu café».

La expresión cuidado le había sonado amenazante, aunque no acababa de ver la relación. ¡Había dicho una pompa, no una bomba! Ella, sorprendida, había preguntado:

—¿Una pompa? —Sí, ¿no la ves?

De repente, volvió a la realidad. Advirtió la perpleja expresión del interesante anticuario, que la miraba sonriente, entre divertido y confuso, por lo que decidió, muy a su pesar, apearse del vehículo que la había transportado al pasado y pisar de nuevo, de manera firme, el momento presente. Patricia deseaba poner toda su atención en la operación que estaba llevando a cabo. Se concentró en las explicaciones que le ofrecía aquella alta figura que tenía frente a ella, Al-Fasí. Miró su rostro cetrino de grandes e impenetrables ojos oscuros. La cifra que pedía era considerable y tendría que sopesar, de forma relajada, los motivos que le impelían a querer adquirirla. ¿Había una relación de proporcionalidad entre lo que debía pagar y lo que adquiría, visto objetivamente? Quizá entraban en su valoración aspectos no tenidos en cuenta hasta ese momento.

Al fin, y tras sentir que no podía tomar una decisión mientras mantuviese esa lucha interior, dijo en voz alta:

—Creo que su precio me obliga a meditarlo un poco más. Mientras estoy viendo a Nefertiti, solo puedo pensar que deseo que pase a ser de mi propiedad. Por eso necesito consultarlo esta noche con la almohada. ¿Puedo darle mañana la contestación?

—¡Por supuesto! —contestó Al-Fasí mientras sonreía complaciente, como si la decisión de Patricia fuera lo que más convenía a sus intereses.

Patricia no supo cómo interpretar la extraña actitud del anticuario. ¿Era un gran profesional, a pesar de ser aún muy joven, y disimulaba extraordinariamente su decepción por el nuevo retraso en la venta que ya parecía lograda? ¿O tal vez, por algún motivo que no acababa de entender, no estaba muy interesado en venderla?

Parecía como si la respuesta de Patricia le hubiera producido un alivio. Esa idea no la consideraba aceptable. Llevaba demasiado tiempo con la operación y, a punto de cerrarla, había pedido más tiempo para pensarlo.

Haciendo gala de su caballerosidad, el anticuario se ofreció a llevarla en su coche al hotel, pero Patricia declinó la proposición con una excusa. Se despidió hasta el día siguiente.

Salió de aquella casa un poco confundida. Bajó las escaleras haciendo caso omiso del ascensor que parecía estar esperándola. «Solo son dos plantas», pensó.

Estaba repasando las últimas palabras cruzadas con el anticuario mientras llegaba al portal y atravesaba la calle.

De haber mirado hacia la ventana del que desde fuera parecía el tercer piso, su perplejidad habría aumentado al ver cómo se movían unas cortinas dejando entrever un rostro que hubiera reconocido a pesar de las huellas que el paso del tiempo y sus avatares habían ido dibujando en él.

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