abril 17, 2024

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Esta apreciación idílica de la montaña desde el valle, en el que habitaban veraneantes y lugareños en sólidas casas de piedra con tejados negros de pizarra, o en las distintas casas diseminadas en torno al pueblo, de una construcción más moderna, aunque menos robusta, no se correspondía con su aspecto si se miraba desde el lado opuesto, es decir, desde el bosque que se extendía del otro lado del pueblo y que era donde realmente nuestros protagonistas iban a vivir los momentos más intensos de su aventura.

En realidad, al atravesar una antigua muralla, que en tiempos remotos debió servir para proteger al pueblo, la fisonomía de la montaña cambiaba completamente.

Tras un corto recorrido de pendiente ligera se accedía a un bosque no muy espeso, que después de una travesía de unos veinte o treinta minutos a paso normal, servía de base a una montaña escarpada, con un primer tramo casi perpendicular al camino, como si hubiese sido cortado de forma muy irregular para evitar la tentación de acceder a su parte más alta.

En Caralvalle, pueblo andaluz de mi invención, existía una hermosa montaña que describo en El Río Mágico:

La montaña, vista desde el valle donde estaba enclavado el pueblo, tenía laderas suaves y el camino estaba muy bien delimitado; daba la sensación de que circundaba a la montaña, como si se tratase de la línea más oscura de la cáscara de un caracol, y por esto, al monte se le conocía como “El caracol”.

En realidad, el camino serpenteaba dando la vuelta sobre la misma cara de la montaña una y otra vez, casi de forma paralela, pero el efecto óptico lo asemejaba más a la espiral de un caracol que a unas paralelas.

La pendiente era poco pronunciada en sus primeras vueltas; sus abundantes arbustos, de tonos ocres y verdes desvaídos, con ligeras pinceladas blancas o rosáceas, apenas perceptibles al mirar desde abajo, se mezclaban con frondosos árboles de un color esmeralda en claro contraste con los granates de los árboles del amor o ciruelos falsos que, de trecho en trecho surgían orgullosos; los espacios amplios, que cada cierta distancia se habían aprovechado para colocar bancos y mesas rusticas, y que le daban un aspecto vacacional, invitaban a disfrutarlo augurando un plácido descanso. Tanto para el cuerpo como para el espíritu.

El aire estaba impregnado del grato perfume que desprendían algunos de aquellos arbustos, como el tomillo, el romero, la retama y la manzanilla que, con sus tonos rosados y blancos los primeros, amarillo oro en la manzanilla, liliáceos, azules y blanquecinos en el tomillo y el romero, aportaban también un luminoso y alegre cromatismo al conjunto.

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