Con el buen tiempo, hombres y mujeres salían a la calle a realizar distintas labores. Allí se fabricaban las alpargatas de cáñamo y todas las labores, desde peinar el cáñamo, trenzarlo y coserlo para darle forma a la alpargata, hasta ponerle la tela y rematarla, todo se hacía en la calle. Cuando pasaba Teresa le preguntaban por el colegio, por sus amigas, por lo que había hecho, o iba a hacer el domingo, y Teresa siempre tenía algo que contar que les divertía. A Mirian, su hermana, le daba vergüenza escuchar a Teresa explicar cosas que mas bien pertenecían a la intimidad de la familia, pero Teresa nunca se cortaba y no veía ningún problema en ser educada como le enseñaban sus padres.
—No es a eso a lo que se refieren los papás cuando te piden que seas educada —trataba de explicarle su hermana mayor.
—Nos dicen que siempre tenemos que contestar a lo que nos pregunten —se defendía Teresa.
—Claro, pero no con tantas explicaciones. Además, si te preguntan tanto es precisamente porque lo cuentas todo. Pero eso no es necesario para ser educada.
Teresa pensó que si iba con prisa y pasaba corriendo junto a los vecinos, el grupo de hombres y mujeres que hacían alpargatas en la calle al lado de su portal no le preguntarían nada, así que cuando su madre le envió a comprar a la frutería de la esquina, decidió pasar corriendo entre los alpargateros diciendo:
—Adiós, que tengo mucha prisa.
En esa ocasión su prisa estuvo a punto de hacerle perder la vista, al menos un ojo. Pasó como un rayo junto a un alpargatero que acababa de empezar la tarea de coser el cáñamo trenzado, que es el momento en que la hebra es mas larga y hay que estirar totalmente el brazo, y ¡vaya!, coincidió la ceja de Teresa con la aguja del alpargatero, que trabajaba con mucho brío y no vio, o, no le dio tiempo de reaccionar, o no supo calcular lo cerca que iba a pasar Teresa. Fue un gran susto para todos ver cómo la sangre descendía en abundancia por su cara desde el párpado. Hasta que pudieron comprobar que la sangre no provenía del ojo y que solo había afectado a la ceja. Todos se asustaron. Por supuesto, llamaron a sus padres que vivían al lado. El disgusto y el susto que sufrieron lo recordarán hasta sus últimos días. Cuando todo recobró sus justas dimensiones, su madre riñó a Teresa:
—Hija, si vas siempre sin mirar lo que haces. ¿Ves lo que te ocurre por no ser más reflexiva?
Teresa pensó que siempre era igual, cuando era culpa suya y cuando no lo era. No le parecía justo que, aunque ella fuera la que sufría el daño que otro le había hecho y tuviera que ir con una venda o con un parche en el ojo, su madre dijera que era culpa suya. ¿Acaso tuvo ella el capricho de hacerse invisible y se volvió visible al contacto con la aguja de coser alpargatas? Se decía indignada, pero sin atreverse a protestar demasiado. Si me hubiera parado como siempre a saludar a todos, nada de esto me hubiera ocurrido. ¡Qué rabia, nunca acierto!