Volvía a casa caminando y no recuerdo que hubiese un motivo especial para haber dejado descansar en el garaje el coche, pero seguro que en mi airoso caminar se podía apreciar mi estado de feliz ingravidez. Lucía el sol, ese sol de primavera que calienta de forma grata y sentía que una ligera brisa acariciaba mi rostro con mimo. Me sentía feliz. Por nada.
En alguna ocasión me había cruzado con él e incluso había movido la cabeza iniciando un ¡hola!, pero al ir acercándome no parecía reconocerme. Mi primer intento por saludarlo se frustraba, sentía la pereza de tener que explicarle quién era yo.
Tenía una voz bellísima, profunda, cálida, envolvente, y cantaba canciones que nunca he vuelto a escuchar. Lo hacía por el placer de cantar, sin contraprestación. Durante las fiestas, en aquella sala que yo frecuentaba desde que cumplí dieciséis años, la orquesta le pedía con frecuencia que los acompañara y él nunca se negaba.
La primera vez que creí que me había enamorado fue bailando mientras él tocaba las maracas y cantaba una canción que yo misma le acababa de pedir: Ecuador.
»Tierra morena y fragante de cálida voz… —besos que embriagan el alma… Sus marimbas embriagan el aire con una canción—le acompañan maracas y güiros de cálido son — Ecuador, tierra ardiente, de calor y perfil tropical, sinfonía de caras morenas y besos candentes —Ecuador, tibio y sensual…». Algo así…
No estaba enamorada de aquel chico con el que bailaba a punto de levitar, lo supe muy pronto, cuando terminó el influjo de aquella canción, pero tardé más en descubrir que lo que me enamoraba era la música, las palabras, la voz. Me hubiera dado igual bailar con una alcachofa. Seguro que me habría sentido cautivada por la amarga cabeza.
Mientras bailaba yo no escuchaba a mi pareja de baile, es más, no le hubiera permitido hablar. La música y sus silencios hicieron funcionar el hechizo ilusorio.
Tampoco estaba enamorada del cantante. Lo recuerdo encantador: alto, guapo, varonil, simpático… pero las palabras expresadas con su rítmica voz… eran la pura pócima del amor.
Cuando lo conocí yo era una niña que solo sabía del amor por el cine y los cómics, y él ya estaba casado. Su madre era la mejor amiga de la mía.
Más tarde descubrí su voz por primera vez, cantando Ecuador. Cantaba otras canciones, todas me gustaban, pero cuando descubrí ésta fue algo especial.
Aquel día en el que volvía a casa y tal vez debido a mi euforia, un impulso más fuerte que mi temor a que no me conociera, eliminó las barreras que yo misma me ocupaba en levantar.
Estaba solo, de pie, como esperando a alguien. Me dirigí a él directamente con una sonrisa, que salía de lo más profundo de mi subconsciente.
En efecto, no me reconoció cuando pronuncié su nombre y le pregunte qué tal estaba.
Sus ojos miraron directamente a los míos, vi una chispa de reconocimiento y el esfuerzo por identificar algo familiar en mi cara. Casi lo tenía, pero necesitó un pequeño empujón: Soy la hija de…
–Sííííí…
Ese minuto, tal vez segundos de reconocimiento, estoy segura que no dejé de sonreír, era consciente de la dificultad, sin duda yo había cambiado mucho más que él, además, aunque había tardado años en volverlo a ver, para mí fue fácil de reconocer. Me recreé en una situación que aparentemente no conducía a ningún sitio. No sabía qué le iba a decir pero para mí lo importante era que estaba hablando con él, que escuchaba de nuevo aquella voz cadenciosa. Que no era un personaje que había creado mi imaginación, era de carne y hueso. Él, de manera inconsciente, era una parte importante de “mi” evolución en “mi” pasado.
Hablamos, y al despedirnos mi sensación de alegría, felicidad, o lo que quiera que fuera aquello que me hacía sentir tan bien, había aumentado exponencialmente. Me alegraba de haber seguido mi impulso para forzar un recuerdo, aunque él nunca podría imaginar ni comprender lo que para mí significaba su persona…, más bien su personalidad, pero principalmente su voz.
Me descubrió palabras que todavía siguen en mi repertorio de favoritas, aunque tardé muchos años en comprenderlo. También ritmos y sonidos que me transportan a lugares placenteros desconocidos, solo intuidos en el alma.
Me hubiera encantado explicarle que gracias a él había descubierto un mundo de palabras, sonidos y silencios, que nunca antes había escuchado y cuyo significado apenas intuía, pero que despertaron en mí dulces y profundas sensaciones. Seguramente no volveré a tener ocasión de hablar con él, y nunca sabrá que fue el causante inocente de estos efecto, pero no importa, estoy segura de que, en mi mirada franca y en mi forma de hablarle, pudo apreciar que seguía admirándolo como de niña, por todo lo que había representado en mi despertar a emociones, a las que todavía soy sensible.