La miró y la admiró detenidamente. Era hermosa, de una belleza perfecta. Una auténtica maravilla —se dijo Patricia entusiasmada—. El anticuario había cumplido su promesa.
Desde la recepción del hotel le anunciaron su esperada visita cuando se disponía a bajar al comedor.
Recibió ilusionada, incluso impaciente, a la bella reina egipcia, Nefertiti, magníficamente embalada, junto con toda la documentación para su exportación legal. Le faltó el tiempo para verla. El ayudante del anticuario la desembaló con sumo cuidado, colocándola donde ella le pedía. Mientras la desembalaban, y sin esperar a verla, entregó a Al-Fasí un talón conformado que fue recibido por parte del anticuario con una elegante protesta.
—Aspiro a que la vea y la disfrute mientras permanece con nosotros en El Cairo, para que se asegure de que este es su auténtico deseo. Si no cambia de opinión, avíseme cuando decida salir del país. La preparemos convenientemente para que no sufra ningún deterioro durante el traslado.
Patricia no pudo contestar inmediatamente; estaba demasiado ocupada admirando su recientísima adquisición.
—De acuerdo —dijo al fin—. Se lo haré saber.
—No tenga ningún inconveniente en llamarnos. Mi ayudante volverá a colocarla de la forma más adecuada para que pueda ser trasladada, con total garantía y sin sufrir ningún daño. De igual manera, si se arrepiente —continuó el anticuario—, no habrá ningún problema en volver a recogerla y devolverle íntegramente su dinero. Mejor dicho, su talón, ya que no voy a cobrarlo mientras no tenga la confirmación de que se traslada usted a España con ella.
—Muchas gracias, pero no me arrepentiré. La decisión ha sido tomada después de haberlo meditado lo suficiente como para estar muy segura de que la deseo. Sigo pensando que es muy cara, pero… ya estoy empezando a olvidar el precio que le acabo de pagar.
Sonrieron los dos, y tras un intercambio de frases de cortesía, se despidieron estrechando las manos.
—Entonces, espero su llamada para darle el adiós definitivo a la hermosa Nefertiti y colocarla en las mejores condiciones para que viaje sin riesgos.
—Se lo prometo —aseguró Patricia.
Quedó contemplándola incansable. Se sentía feliz de haber tomado la cara decisión. Poseerla le producía un inmenso placer. Pensar que le pertenecía y que la podría ver siempre que lo deseara le llenaba de felicidad.
Al fin miró su reloj y comprendió que, si deseaba cenar, era hora de hacerlo. Bajó al comedor —no sin haber colocado el cartel de No molestar en la entrada a sus habitaciones—, y antes de sentarse a la mesa ya estaba impaciente por volver a sus aposentos para ver de nuevo a la esposa de Akhenatón.
Un cliente del hotel, con el que había coincidido en alguna otra comida o cena al disponer de mesas contiguas, pero con el que no había intercambiado ni un saludo, se levantó de la silla que ocupaba y se acercó a su mesa.
Se presentó diciendo:
—Buenas noches. Espero no importunarla. Me llamo Diego del Castillo, soy español como usted y deseaba saludarla. No me he atrevido a molestarla antes, convencido de que estaría acompañada. Pero me he decidido esta noche, al ver que va a volver a cenar sola. Me gustaría invitarla a mi mesa. Si acepta, me sentiré muy honrado.
Diego del Castillo era un joven de facciones simétricas; cumplía los cánones de las perfectas proporciones que exige la división del rostro en tres tercios exactos: a cada lado de una nariz perfecta en dimensiones y forma, los ojos de un castaño verdoso lucían en el comienzo del segundo tercio, bajo una frente despejada, que ocupaba el primer tercio y estaba rematada por una abundante cabellera bien cortada y de color castaño oscuro. En el último tercio, unos labios más bien gruesos, burlones y sonrientes, armonizaban con el resto del rostro. No era muy alto, pero desde la silla donde Patricia se encontraba sentada, lo parecía.
Aunque su apariencia era sumamente agradable, Patricia no lo consideró desde ese aspecto. Pensó que debía de tratarse del típico donjuán que se sabe atractivo y acostumbra a ligar con las mujeres que se cruzan en su vida, sobre todo si parecen solitarias.
—Se lo agradezco, pero me va a perdonar si no acepto, deseo estar sola. Esta noche voy a tomar algo rápido; estoy cansada y quiero irme a descansar cuanto antes.
Patricia hizo un gesto muy significativo dando por terminada la conversación, pero Diego del Castillo no se amilanó y continuó impertérrito.
—Supongo que la transacción que ha realizado hoy la ha dejado totalmente exhausta.
Patricia tardó en reaccionar, sorprendida por las palabras de aquel compatriota entrometido. Era lo último que podía esperar. La operación se había realizado en el más estricto secreto. No deseaba que nadie supiera que en su habitación existía una pieza de tanto valor. Podía ser peligroso si llegaba a oídos de ladrones de antigüedades.
—¿A qué se refiere usted? —preguntó en un tono muy poco amistoso.
—A la magnífica antigüedad que acaba de entregarle monsieur Al-Fasí, como a él le gusta que lo llamen —respondió Diego sin perder su sonrisa.
—¿Qué sabe usted de esa… transacción? Yo no he hablado con nadie de ello. Supongo que tampoco necesito decirle mi nombre, me parece que ya se ha preocupado usted de averiguarlo todo sobre mí.
—No se altere, por favor. Creo que no he sabido trasmitirle mi doble admiración. Pero si me concede cinco minutos entenderá que he creído saberlo por casualidad y usted me lo acaba de confirmar. ¿Puedo sentarme mientras se lo explico?
Patricia, muy molesta por la injerencia de aquel desconocido, estaba demasiado intrigada para mandarlo a paseo, que era lo que le pedía el cuerpo. ¿Cómo había sabido que acababa de adquirir el busto de Nefertiti? Todo se había llevado con suma cautela… Al final, consideró que en un lugar tan concurrido como aquel restaurante, donde los camareros que atendían su mesa ya la conocían, poco tenía que temer. Si lo que expresaba le molestaba, tenía la doble posibilidad de decirle que se largara con cajas destempladas o llamar al camarero para que lo hiciera él. Estaba tan desconcertada que cedió a su petición, dispuesta a escucharlo.
—Siéntese, por favor, y sea breve, se lo ruego. Ya le he dicho que me encuentro cansada —dijo al fin, optando por una fórmula más educada—. Usted dirá.
—Llevo algún tiempo tras esa hermosa pieza egipcia —explicó Diego, mostrando una atractiva sonrisa que permitía apreciar la perfección de sus dientes, muy en sintonía con el resto de sus facciones—. Casi podría decir que estoy locamente enamorado de Nefertiti desde que la vi. Pero por alguna razón que desconozco, Al-Fasí la ha preferido a usted como propietaria de mi adorada reina.
Tal como él lo decía, no le había resultado cursi la explicación. Pero Patricia se limitó a mirarlo impaciente, mientras su compatriota continuaba hablando.
—Desconocía quién era la persona que había eliminado mi posibilidad de adquirirla. Pero ¡qué casualidad! Si es que la casualidad existe. Llevo unos días fijándome en usted y, en efecto, he hecho mis investigaciones y logrado algunos datos tras no pocas pesquisas. Así que, cuando he visto a monsieur Al-Fasí preguntar por madame Patricia en la recepción, y a su acompañante con un gran paquete, he tenido la seguridad de que usted era la afortunada compradora.
La miró a los ojos con mucha atención, como queriendo leer en su interior, mientras le preguntaba:
—¿Existe alguna posibilidad de volver a tener a Nefertiti en mis manos? Estoy dispuesto a pagar una cantidad que le compense lo suficiente por renunciar a ella, pero solo a su propiedad. Si pasa a mis manos, le hago la solemne promesa de dejar que su vista la disfrute siempre que usted quiera.
Se produjo un silencio que Patricia no tuvo ningún interés en romper. Iba sintiendo una mezcla de inquietud y tranquilidad: inquietud al comprender la obsesión de Diego por poseer lo que ya le pertenecía a ella, y tranquilidad al conocer cómo había averiguado Diego que era ella la propietaria.
—Si no acepta mi oferta, déjeme al menos llegar a ser su amigo. Eso es algo que llevo días deseando, justo desde el primero que la vi. Me ha ocurrido con usted algo parecido a lo que me ocurrió con el busto de la egipcia. Espero que con mayor fortuna. Ya ve, hoy puede ser un día totalmente nefasto para mí si pierdo a las dos maravillas de las que he quedado prendado, o todo lo contrario, si solo he perdido a la menos valiosa. ¿Qué me dice? ¿Me acepta, al menos de momento, como aspirante a buen amigo? Mi suerte está en sus manos.
Patricia, muy a su pesar, no pudo evitar sonreír. Luego dijo, queriendo ser amable:
—Haremos un trato: usted deja que esta noche cene tranquilamente yo sola y mañana le daré una respuesta en el desayuno… si es que coincidimos.
—De acuerdo, no se lo pondré difícil. Espero que a su vez usted sea benévola conmigo. Buenas noches y hasta mañana —respondió Diego antes de regresar a su mesa.
Cuando Patricia llegó a la suite, después de tomar una cena frugal, miró su reloj. Era temprano para irse a la cama. Sin embargo, no estaba segura de que fuese una hora muy adecuada para hacer la llamada que deseaba. Aun así, después de unos momentos de indecisión, tomó el teléfono y marcó un número. No podía dejarlo para el día siguiente.
No tardó en oír la voz de Al-Fasí. Tampoco en esta ocasión dejó entrever sorpresa por la llamada, pero Patricia se sintió obligada a excusarse por la hora y también por el motivo.
Al-Fasí la animó muy amablemente, como siempre, a que le explicase lo que le preocupaba, hasta el punto de no querer irse a dormir sin resolverlo.
Le preguntó si había tenido algún contacto con un joven llamado Diego del Castillo, y antes de continuar con la explicación que pretendía darle, oyó una agradable risa que, teniendo en cuenta el carácter del anticuario, serio y poco dado a exteriorizar sus emociones, podía catalogarse como muy próxima a la carcajada. Aquella risa la dejó muy sorprendida. Le resultaba bastante extraño dado el hermetismo de que siempre hacía gala Al-Fasí en cualquier circunstancia.
—Perdone mi reacción. No he podido evitar reírme, tal vez un poco escandalosamente —dijo todavía divertido—. Perdón de nuevo. La respuesta es que sí. Supongo que querrá saber algo más. Pregunte sin miedo. Estaré encantado de darle los datos que usted necesite.
Patricia le explicó de la forma más escueta que pudo el encuentro con Diego del Castillo, incluida la sorpresa que le ocasionó que un extraño conociera la operación llevada a cabo tan solo unos minutos antes.
Al-Fasí la escuchó sin interrumpir y cuando, por su silencio, entendió que las explicaciones habían terminado, le informó ampliamente.
—Aun sabiendo que Diego del Castillo haría sus indagaciones hasta conocer a la persona receptora de la antigüedad, incluso suponiendo que posiblemente intentaría recomprársela, no esperaba que consiguiese la información tan rápidamente, ni que se diera tanta prisa en mover ficha, como dicen ustedes. La verdad es que Diego del Castillo no deja de sorprenderme —añadió todavía riendo, aunque en esta ocasión apenas se apreciaba su risa.
Tras un ligero silencio, continuó dando las explicaciones que podían interesar a Patricia, sin traicionar su natural reserva como profesional.
—Diego del Castillo es sin duda un magnífico cliente y además muy caprichoso. Pero yo me dejo guiar por mi instinto cuando tengo que desprenderme de piezas que considero muy especiales y ese instinto me dijo a quién debía vendérsela.
Patricia quiso comentar algo al respecto, pero escuchó de nuevo la voz al otro lado del teléfono:
—Para ser más exacto, fue Nefertiti quien la eligió a usted como su propietaria, y yo nunca le llevo la contraria a las mujeres hermosas.
Se sentía muy extrañada. ¿Estaba hablando en serio o le estaba tomando el pelo? ¿Era esa una explicación seria? ¡No! Pues entonces, se estaba burlando de ella.
Permaneció en silencio hasta que su interlocutor preguntó:
—Madame Patricia, ¿Me escucha? ¿Está usted ahí todavía?
—Sí. Le estoy escuchando muy atentamente —respondió tratando de que su voz no evidenciara sus dudas.
—Le estaba diciendo que preferí vendérsela a usted y que no tengo una explicación lógica para preferirla frente a otro cliente, y menos frente a Diego del Castillo. Solo mi instinto me empuja a elegir al comprador, pero no tome esto como algo extraño. Los vendedores de piezas únicas tenemos nuestras manías a la hora de desprendernos de las favoritas. A lo largo de nuestro ejercicio profesional nos encontramos con obras de las que jamás nos desprenderíamos, pero tampoco nos podemos quedar con todo lo que nos gusta, que son la mayoría de las cosas especiales que vendemos.
Se oyó un clic, el típico ruido de un buen encendedor al cerrarse y una bocanada de humo debió de escapar por la boca de Al-Fasí. Tras este corto silencio, se oyó de nuevo la voz del anticuario.
—Cuando hace apenas unas horas fuimos a su hotel, vimos de lejos a Diego del Castillo. Créame que pensé: qué casualidad, seguro que se imagina a qué venimos. No parará hasta conocer a la actual propietaria. Por eso no he podido evitar reírme cuando usted lo ha mencionado. Pero estoy seguro de que Diego no pudo escuchar que pronunciábamos su nombre, a menos que sepa leer en los labios y a mucha distancia. Seguro que al ver que subíamos en el ascensor se acercó a recepción, y tras sobornar al recepcionista, consiguió conocer el nombre de la persona que deseábamos visitar. Asociar dicha persona con la afortunada propietaria que le impediría disfrutar de la pieza que le tenía obsesionado desde hace tiempo era ya tarea fácil.
—Siendo así, no entiendo por qué no se la ha vendido a él antes de aparecer yo en su tienda.
—Observo que no acaba de creer lo que le he asegurado. Mi instinto no me había dicho vende, y yo no tenía mucho empeño en vender a la hermosa Nefertiti. De cualquier manera, y para su tranquilidad, he de decirle que Diego del Castillo, además de un buen cliente, es totalmente inofensivo, gran persona y muy serio en sus operaciones. Aunque un poco impetuoso y enamoradizo —añadió—. Tal vez eso sea lo que no le gustaba de él a Nefertiti. Quizá ella espera que la amen eternamente y no hasta que aparezca la próxima belleza.