febrero 17, 2015

La Montaña Aurea. Estambul

Durante el trayecto de regreso al hotel, Ahmed le sugirió una visita al barrio de Galatasaray, pues le aseguró que podría ver la mejor panorámica de la ciudad. Arthur no necesitó pensarlo, aceptó encantado. De camino al distrito europeo de Beyoglu, Ahmed le puso al corriente de algunas costumbres turcas. A esas horas no había atascos, aunque advirtieron que no tenían la misma suerte los que hacían su ruta en sentido contrario.

El espectáculo era magnífico. El cielo se había ido tiñendo con grandes pinceladas de una tonalidad malva que parecían haber sido repartidas artísticamente sobre un intenso fondo azul. A su derecha, podía admirar la colina del Serrallo, coronada por el Palacio de Topkapi; al fondo, el mar de Mármara confundiéndose con el cielo; a sus pies, una parte de la ciudad bañada por el Bósforo, y sobre él, unos cuantos barcos de distintos tamaños y banderas lo surcaban y añadían belleza a la ya hermosa vista.

Arthur quedó extasiado y lamentó no haber dispuesto de una buena cámara que hiciera justicia a esa visión en todo su esplendor. Pensó en conformarse con la imagen que pudiera recoger con el móvil.

—Será aún mejor guardarlo en mi memoria tal y como lo percibo —dijo en voz alta, después de haber hecho una fotografía.

—Podemos volver mañana, u otro día —sugirió Ahmed, acostumbrado al efecto que producía aquella fantástica vista en los extranjeros que la visitaban por primera vez—. No es por casualidad la imagen que se ofrece ante su vista. Salvo el número y la clase de barcos, todo lo demás es lo habitual de cualquier tarde.

Allí mismo, en una gran terraza muy concurrida, compuesta casi en su totalidad por personas con apariencia semejante a la que pudiera encontrarse en cualquier parte de Europa, tomaron una copa mientras disfrutaban del maravilloso espectáculo y del magnífico clima. Una hora más tarde iniciaron el regreso al hotel.

Cuando se acostó, su espíritu estaba tranquilo, empapado de la paz que había experimentado en el barrio de Galatasaray. Apagó la luz dispuesto a dormir, pero no pudo evitar pensar en la entrevista que tendría al día siguiente por la mañana. Comenzó a dar vueltas sin cesar, evaluando lo que le ofrecían los de Samarcanda y lo que su padre le había dicho. ¡Imposible dormir!

Encendió el televisor. Sacó del minibar una de las botellitas de whisky que reposaban en su interior a la espera de ser consumidas. Dudó si añadirle hielo. Desistió de la idea. Lo vació en uno de los vasos que había sobre la bandeja del frigorífico. Lo tomó en pequeños sorbos y esperó a sentir su efecto relajante mientras veía las imágenes de una película turca. El licor cumplió con su cometido y Arthur pronto sintió la necesidad de cerrar los ojos.

Despertó muy pronto. Aunque lo intentó, no pudo volver a dormir. Tras muchas vueltas en la cama, en busca de una postura que le facilitara el sueño, se levantó, convencido de que su vigilia no era una cuestión postural. Sin dudarlo, descorrió las cortinas buscando inconsciente una compensación a su desvelo. El paisaje que se exhibía descaradamente ante sus ojos, aunque esperado, lo deslumbró, alentándolo a no volver a la cama. Abrió las ventanas y aspiró el perfume que la suave brisa le hacía llegar desde las plantas olorosas. El lujuriante verdor de los jardines le invitaba a caminar entre sus parterres. Descubrió un cielo azul en el que el sol no iba a encontrar ningún obstáculo para brillar en todo su esplendor, lo que interpretó como una agradable promesa. Al fondo, el Palacio de Dolmabahçe lucía resplandeciente mientras, indolente, se dejaba bañar por el Bósforo. Sintió en su espíritu la satisfacción profunda que le producía aquella vista y concluyó pensando que, con independencia de cómo se desarrollaran los acontecimientos que le habían llevado hasta ese lugar, todo aquello que percibían sus sentidos ya era motivo suficiente para haber volado a Estambul.

Tonificado tras una ducha larga, dudó si preparar un té o un café y saborearlo mientras contemplaba aquellos bellos jardines. Finalmente, optó por ser parte activa en el placentero paisaje que estaba admirando. Así que terminó su aseo personal y bajó a tomar un expreso al bar del hotel, para después pasear por los hermosos y ya soleados jardines mientras esperaba la hora de su cita.

Recordando las palabras de su padre, pensó en lo poco que conocía de las personas con las que pretendía encontrarse en la reunión prevista para esa misma mañana. Se trataba de dos científicos, padre e hijo, procedentes de Samarcanda. Doctores en ciencias, en no sabía qué materias. Interpretaba, por los datos que le había dado la persona con la que se había estado comunicando, que al menos el padre había coincidido en su vida y actividades con su abuelo durante la primera etapa, en la que él, lord Edward, se unió al grupo de locos… bueno, de sabios científicos.

Según su padre, entre todos ellos englobaban prácticamente el saber total de esta y otras épocas anteriores: astrólogos y astrónomos, matemáticos, filósofos, químicos, físicos y metafísicos, biólogos, etc., ciencias antiguas conocidas e incluso algunas desconocidas para la mayor parte de los mortales. También los de Samarcanda hablaban de ellos con mucho respeto cuando se referían al grupo. Los denominaban indistintamente científicos, eruditos e incluso sabios. Pero ¿cuántos años tendría aquel doctor en ciencias cuando conoció a su abuelo?, ¿qué años tenía su abuelo en el momento en que Hushein de Samarcanda llama la primera época?, ¿sería también un anciano a punto de abandonar este mundo? En ese caso, poco podría hacer por él.

Solo faltaba media hora para la entrevista. Decidió entrar en el comedor donde se servían los desayunos. Comenzó con un zumo de naranja recién exprimida —la encontró deliciosa—, un yogur natural y una tostada a la que añadió tomate fresco y un buen chorro de aceite de oliva virgen, tal como se había acostumbrado en sus visitas a España. Al terminar se dirigió a la sala donde iba a tener lugar la reunión. Era más bien una salita para diez o doce personas. Resultaba acogedora y bien iluminada gracias a la luz que penetraba por sus grandes cristaleras. Además de dos cómodas antiguas en perfecto estado, había dos mesas con agradables silloncitos rodeándolas. Se dirigió a la mesa que consideró mejor situada. Tomaría otro café mientras esperaba.

No había tenido tiempo de hacer su petición al camarero, cuando vio a tres personas cruzar la puerta de la sala en la que él se encontraba. De porte distinguido, parecían representar tres generaciones. Desconocía que pudiera acudir una tercera generación de los Turgay, pero sí sabía que acudiría un señor mayor, tal vez un anciano de edad próxima a la que tendría en estos momentos su abuelo de haber vivido, y su hijo. Sin embargo, al ver la prestancia de aquel hombre erguido, sin duda el mayor de los tres, pensó que como mucho podía haber cumplido los setenta. Lucía barba y cabellos plateados. El que parecía más joven tenía un semblante de rasgos armónicos y delicados, muy semejantes a los del que claramente era el mayor, lo que no impedía apreciar una apariencia de hombre firme y seguro. En cambio, el de edad intermedia resultaba más atlético y de rasgos mucho más duros; se le veía muy diferente a los otros, pero no tuvo duda de que aquellas personas eran las que él esperaba, por lo que se dirigió hacia ellos con una sonrisa.

—¿Doctores de Samarcanda? ¿Hushein y Hassan Turgay?

Arthur preguntó en su idioma, dirigiéndose con el brazo extendido para darle la mano al que tenía aspecto más venerable o patriarcal.

—¿Lord Arthur? —preguntó casi a la vez, en un inglés correcto, el que sin duda era el mayor de los tres—. Mi nombre, como ya ha adivinado, es Hushein Turgay, y este es mi hijo pequeño, Hassan. —Se refería al de apariencia más joven, como había adivinado Arthur.

Tras un firme apretón de manos que contrastaba con su aspecto casi etéreo, continuó con las presentaciones:

—Lord Arthur, le presento al doctor Horacio Barak, de Grecia.
—Encantado. Creo que no me habían mencionado su nombre. Desconocía que un griego iba a estar presente en esta reunión. Supongo que estará justificada su presencia —dijo saludando con precaución sin perder la sonrisa.

—Naturalmente —fue la escueta respuesta.

Tras las formalidades oportunas, pidieron café turco. El camarero les sirvió en la mesa un espeso café y dejó una cafetera llena sobre la mesa. Dispuso unos dulces gelatinosos de distintos colores. Algunos contenían diversos frutos secos, principalmente pistachos, todos ellos espolvoreados con azúcar glaseada.

—¿Por dónde quiere que empecemos, lord Arthur? — indagó el doctor Hushein tras ver salir del saloncito al camarero—. Seguro que hay preguntas que desea hacernos antes de entrar en la materia central.

—Sin duda, lo más importante para mí es conocer la relación que ustedes tuvieron con mi abuelo y en qué momento de su vida. Tampoco conozco mucho de la trayectoria de mi abuelo como científico, pero según mi abuela, fue un hombre muy prolífico que abandonó sus responsabilidades familiares y sociales para permanecer en el sur de España investigando en una extraña montaña. Esto es algo que nunca he podido entender, por muy idílico que fuera el lugar que compartían y por muy importante que resultara la labor que realizaban. En segundo lugar, son precisamente los resultados económicos de esas investigaciones los que, también según mi abuela, pertenecen a sus descendientes. En nuestras recientes conversaciones telefónicas ustedes parecen apoyar esta teoría.

Unos instantes de silencio fueron el preludio de la interesante historia que con cierta emoción relató el patriarca. Su aspecto bondadoso y su voz serenísima tuvieron efectos balsámicos en el alma joven, pero intranquila, del inglés. El anciano mesó su corta y blanca barba y antes de comenzar su relato, hizo una salvedad, mirándolo con evidente afecto.

—Las dos cuestiones están tan relacionadas entre sí que no podríamos llegar a ninguna conclusión si las disociamos. Nosotros disponemos de un tiempo limitado durante esta mañana, pero si las aclaraciones que necesita se prolongan, podríamos volver mañana. —El doctor Hushein miró al joven lord esperando su aprobación.

—Ningún problema por mi parte —fue la apresurada respuesta de lord Arthur, que deseaba escuchar cuanto antes todo lo que el doctor Turgay tuviera a bien relatarle.

—La primera pregunta es quiénes somos. —Y tras una nueva pausa, añadió—: Puesto que podría ser su abuelo, voy a hablarle como si fuera mi nieto.

—¡Por favor! —aceptó gustoso Arthur. 60

»Es probable que mi nombre no le diga nada, pero para la historia de Samarcanda, incluso para la humanidad, el de mis antepasados ha sido y continúa siendo de suma importancia.

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