marzo 22, 2019

La otra caperucita

Anita miraba asombrada el trajín de su madre. Llevaba toda la mañana zarandeando sin piedad un ganchillo. Lo movía para todos los lados, con tal brío, que cualquiera podría pensar que trataba de aplicarle un duro castigo.

Observó cómo, de pronto, dejaba de agitar el ganchillo y cortaba con unas extrañas tijeras la lana con la que hasta ese momento había trabajado, y elevando el ajetreado ganchillo de manera triunfal, exclamaba:

—¡Al fin! ¡Ya he terminado!

Anita la escuchó sonriente, pero sin comprender la transcendencia que para ella podía tener ese triunfo.

—Ya te la puedes poner —continuó hablando su madre con entusiasmo—, y – no – te – la – quites –  bajo ninguna circunstancia.

—¿Qué es esto mamá?, parece una  capa. ¿Y … me la tengo que poner? Estamos en verano. ¿Lo has olvidado?

—¡Claro! Es una capa roja y con capucha. Te he tejido una como la de Caperucita Roja. Pero, escucha atentamente: tanto la lana como el ganchillo y las tijeras son elementos mágicos, el resultado es… ¡Una capa mágica!

—¡Una capa mágica! —repitió sorprendida y muy preocupada Anita—. Mamá, ¿te encuentras bien? ¿Tienes fiebre?  Déjame que ponga mi mano en tu frente.

—No digas tonterías hijita y ponte de una vez la capa, quiero que salgas al bosque bien protegida. Necesito que recojas distintos frutos que solo crecen en sitios muy especiales como nuestro bosque. Quiero hacer  dulces y licores. Tengo una receta secreta que nos puede proporcionar pingües beneficios y entonces  podremos ir a vivir a la ciudad y tu podrás estudiar en un buen colegio y alejarte de los peligros del bosque. Viviremos tranquilas y felices.

Anita,  desconcertada, pero obediente, accedió a los extraños mandatos de su madre. Pensó que no entendía nada, porque ella nunca le había permitido salir sola al bosque y ahora la mandaba a recoger sus frutos… ¡con una capa como la de Caperucita Roja!

»Estos mayores —pensó, intentando ser comprensiva—, no hay quién los entienda».

Ya en el bosque, Anita sudorosa trataba de seguir las recomendaciones de su madre, a pesar de  lo poco adecuado que consideraba llevar una capa con la capucha puesta, en un día de tanto calor.

Su madre, antes de enviarla al bosque le había explicado una historia un tanto extraña:

«Hasta la muerte de la anciana del bosque, teníamos su protección y eso nos dejaba libres de los peligros de esta espesura, pero ahora la única forma de protegerte es esta capa roja. Ella me regaló todo lo necesario para tejerla. En realidad, era una bruja buena».

—Seguro que lo hizo para convencerme de salir al bosque con la dichosa capa —pensó Anita en voz alta con la seguridad de que nadie la escuchaba.

La nueva Caperucita no era consciente de lo que ocurría a su alrededor, recogía flores, admiraba el vuelo de las mariposas, incluso, cuando se posaban sobre alguna hoja se detenía a observarlas, pero no apreciaba cómo huían de su entorno algunos reptiles y  alimañas con los que se cruzaba. Tampoco cómo unos pequeños y extraños seres la seguían y además de protegerla, recogían toda clase de frutos que ofrecía el bosque y los vertían sobre la bolsa que colgaba de su brazo (por que esta caperucita no llevaba cestita, solo unas cuantas bolsas de plástico reciclable).

Cuando tenía llena media bolsa se le acercó un joven, poco mayor que ella.

—¿Quién eres? —le pregunto el joven mientras escrutaba el pequeño espacio de su rostro que la capucha no llegaba a cubrir. ¿Por qué vas tan tapada con el calor que hace?

—¿No lo ves? Soy Caperucita Roja. ¿No serás tú el lobo feroz?

—¡Oye niña!, ya no hay Caperucitas, y en este bosque tampoco hay lobos.  Parecía molesto el muchacho.

Anita se sintió ridícula con aquella ropa tan anacrónica. «Estará pensando que soy demasiado fea y trato de esconderme para no asustar. Pero no me puedo quitar la capa, ni le puedo contar el royo que me ha soltado mi madre. Además de fea, pensará que soy estúpida».

—Lo siento no puedo hablar con desconocidos y tengo prisa. Ya nos veremos otro día —se disculpó tratando de distanciarse del joven, a pesar de resultarle muy agradable.

—¡Muy bien Anita!, así tienes que comportarte siempre con los extraños.

Anita lo miró desconcertada, deseando preguntarle cómo era posible que conociera su nombre. Pero antes de iniciar la pregunta, vio cómo el joven empezaba a encogerse ante sus asombrados ojos.  Cuando estaba reducido a la mitad de su tamaño, el joven desconocido le sonrió y le habló en un tono alto y claro que no parecía corresponder a su tamaño.

—Soy uno de los muchos gnomos que te están cuidando y ayudando a recoger los frutos que te ha pedido tu madre. Estamos comprobando que  no te fijas más que en los pájaros y las mariposas y teníamos que asegurarnos de que habías comprendido cuál era la situación.

Fue en esos momentos cuando vio a todos aquellos geniecillos que la rodeaban y le llenaban las bolsas. Anita les dio las gracias por su ayuda y les pidió disculpas por no haber sabido descubrirlos. ¡Era tan despistada!

El joven desconocido volvió a reducir su tamaño, su altura era algo más elevada que el resto de los gnomos, pero no demasiado.

A partir de ese momento Anita fue consciente de la colaboración de todos ellos. Ella dejó de asombrarse y acepto la situación como algo normal. Incluso llegó a creerse que era la propia Caperucita roja del cuento. Terminaron la tarde siendo  muy amigos. Y ya todas las tardes salía a recoger frutos del bosque con sus amigos los gnomos.

Con el paso de los días, la mamá consiguió sus propósitos. Fue increíblemente rápida transformando aquellos frutos del bosque en  licores, mermeladas y dulces con las recetas que le había dejado la anciana bruja. Tan veloz como había sido tejiendo la capa.

Produjo y vendió sus productos en gran cantidad y ganó mucho dinero.

Pasado el verano, la mamá dijo a su hija:

—Cariño, ya tenemos bastante dinero para ir a vivir a la ciudad, veras hijita qué felices vamos a ser.

—Mamá me da pena marcharme del bosque y dejar a mis amigos.

—No te preocupes tesoro. Volveremos todos los veranos cuando acabes el correspondiente curso y podrás reanudar tus paseos con ellos.

Y así fue como Anita y su mamá se instalaron por fin  en la ciudad.

—¿Qué te parece nuestra nueva casa? ¿A que estás contenta con el cambio, sobre todo con el colegio? Yo estoy muy satisfecha, hoy he terminado de hacer las cosas que me había propuesto. He comprado un televisor para empezar a ponernos al día de las cosas que pasan por el mundo y he ingresado en el banco nuestro dinero. Ya podemos vivir felices y salir a la calle tranquilas sin miedo a las alimañas, ni a los ladrones … Sabes —continuó muy contenta la mamá de Anita—, nuestro dinero nos producirá más dinero.

–¿Cómo será eso mamá?

—No entiendo nada de estos temas hija, pero el simpático empleado del banco que me ha atendido, me ha dicho que lo mejor era invertirlo en “preferentes”.  Y eso he hecho.

Fin

P.D. Los que invirtieron en preferentes lo perdieron todo

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