Tenía que ocurrir, y ocurrió. Teresa se había caído al estanque de los peces, cuya agua verduzca ya hacía presagiar lo resbaladizo que estaba el suelo.
No conseguía ponerse en pie y aunque estiraba los brazos, no lograba llegar al borde del estanque para encontrar apoyo. Estaba en apuros, era evidente, pero no quería pedir ayuda.
A pesar de sus ocho años, tenía orgullo, o tal vez un gran sentido del ridículo —seguro que lo había conseguido desarrollar a base de trastadas fallidas—, y prefería intentarlo por su cuenta una vez más, a ser objeto de las burlas de sus compañeras. Las mayores ya le habían avisado muchas veces del peligro que corría intentando coger con las manos esos peces tan escurridizos. Claro que se lo decían entre risas, porque en el fondo les hacía mucha gracia la obsesión de la pequeña Teresa por acariciar los peces.
Durante las vacaciones de verano, con excepción de los 15 días que pasaban en la playa, Teresa iba tres tardes a la semana con unas monjitas, que enseñaban a coser y bordar en los jardines del convento, a la sombra de frondosos árboles y muy cerca de un estanque lleno de pequeños e inquietos peces de colores, cuyos movimientos en el agua le fascinaban.
Las monjitas no tenían hora de cierre, solo de entrada, y dejaban al albur de las niñas la salida.
Teresa era imprevisible, entre otras cosas, por ese nulo sentido que poseía del discurrir del tiempo.
A veces el tipo de labor que le encargaban las monjitas era entretenido: cruceta, ganchillo… y el tiempo volaba para ella; la monjita, tenía que decirle: “te has quedado sola Teresa”, entonces, de forma atropellada, recogía sus bártulos y se iba corriendo a casa, segura de que sus padres ya estarían echándola en falta.
Otras veces le resultaba aburrida la labor de bordado. Entonces dejaba su bastidor y se iba al estanque a ver a los pececillos de colores e intentar acariciarlos. Allí se le iba de nuevo el tiempo sin enterarse.
¡Hasta que ocurrió!
Una de las niñas advirtió el chapoteo de Teresa y dio la voz de alarma:
—¡Teresa se ha caído al estanque!, ¡Teresa se ha caído al estanque!
Al principio sus compañeras corrieron, preocupadas por Teresa. También las monjitas acudieron a socorrerla. Pero al tercer resbalón todas reían, sobre todo cuando aquella simpática monjita tiró de ella para intentar sujetarla, y fue la propia Sor la que cayó al estanque.
Cuando consiguieron sacarla se encontraron con un nuevo problema, aunque derivado del anterior: la ropa. No solo mojada, también verdosa. No era cuestión de secarla al sol, como alguna sugirió. Tal como estaba la ropa, y aunque se secase, quedaría como una tabla dura y repelente.
¡No había otra solución!
De momento tenía que ponerse ropa de alguna de las monjitas.
La “braguita” le llegaba a los sobacos, después de haberle dado dos vueltas por la parte de la goma. ¡Vamos, como si llevaran cuello cisne!
Le pusieron una camiseta, mientras Teresa protestaba, porque ella ni en invierno le gustaba llevar camiseta. Pero la amable Sor, argumentó que temía que cogiera un resfriado tras tanto tiempo entre algas.
Lo peor vino cuando le pusieron encima de la camiseta, un hábito de monja —el más pequeño que tenían—. Arrastraba demasiado para solucionarlo con un cinturón, por mucho que ablusasen el cuerpo. Optaron por ponerle solo la parte del delantal corto que, por cierto, a ella le llegaba hasta el suelo, a pesar de que también éste partía desde los sobacos.
Mientras, alguien se había preocupado de llamar a sus padres por teléfono, e informar del percance de la inquieta Teresa, advirtiendo, que ya estaba todo en orden y solucionado el problema, por lo que no era necesario que se dieran prisa.
Acudieron los dos…
A Teresa no le pareció que sus padres estuvieran muy preocupados cuando la vieron de esa guisa. Tuvo más bien la sensación de que trataban de aguantar la risa mientras movían reiteradamente la cabeza, como desaprobando su intento de acariciar los peces.
Aún quedaba otro mal trago: volver a casa.
De la mano de sus padres tenían que atravesar el centro de la ciudad, a esas horas en que los vecinos estarían tomando un refresco en las terrazas que por fuerza tenían que atravesar.
Los padres habían tenido la precaución de coger ropa de Teresa para que se cambiara, pero al verla vestida, pensaron que tal vez su hija sería más consciente de su imprudencia, si tenía que volver así a casa. Seguro que lo tendría en cuenta para la próxima vez que se le ocurriese acariciar los peces del estanque.
Solo le dijeron: ¿Nos vamos?
—¿Así? —Dijo Teresa mirando a sus padres mientras les mostraba el delantal al tiempo que lo estrujába con sus manos —una a cada lado—, pero sin añadir nada más.
—Sí, así —respondió su madre serena, aguantándose las ganas de reír—. Y así se fueron.
Se cruzaron con un repartidor de pizzas que paró frente a ellos y, con mucha guasa, preguntó a dónde se llevaban a la chiquilla si ya se habían terminado los carnavales.
Teresa recordó una frase que había oído muchas veces a las monjitas. Levantó la cabeza, lo miró muy seria y dijo sin ningún apuro:
—Acabo de tomar los hábitos.
…Os contaré más cosas de Teresa